miércoles, 2 de septiembre de 2009

Pienso, luego desisto.


Me decido a desempolvarme las estructuras, a barrerme los pasillos que me trajeron hasta lo que hoy soy. Ya harto de peinarme en un espejo dormido, encaro, muerdo y disparo.
¿Quién me mandó a creer lo que creo? ¿De qué baúl de tercera saqué estas convicciones roídas por la humedad del olvido? ¿Quién fue el estafador que me vendió la suscripción a este imaginario colectivo apantanado, con las ventanas polarizadas por dentro?
La ceguera no es lo mío, digo, y salgo.
Y ahí afuera, bien adentro, me encuentro con más interrogantes opacos que otra cosa; ni un eco de respuesta, ni un rebote de verdad, nada más que el brillo casi imaginario de velas flotando río arriba, perdidas en la inmensidad ignorante y pegajosa del que acaba de empezar. Veo alguno con el agua al cuello, casi en el horizonte, persiguiendo solo.
Sigo ahí donde quedé, tieso e indeciso, desnudo de certeza alguna, sólo archivo en la mente lo que creía saber. Escucho risas, es claro que mías no son. Miro sobre mi hombro y de repente todo aquello que dejé se ve cómodo, esponjoso, cálido y tan tonto como antes. Oigo cómo ríe una humanidad casi entera a la luz de una pantalla plana, chata.
¿Son felices? ¿Y ése que nada y... nada? ¿Y éste en el medio, sin decidirse siquiera?
Me siento mareado y me siento. Y repito la historia eterna que nunca termino de empezar. Pienso, luego desisto.